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Marrakech, la perla de Marruecos.

24 septiembre 2018

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Marrakech es un lugar cálido que te entra por los poros del alma y te deja hipnotizado. Marrakech es un gran oasis en medio del desierto, desde donde uno puede ver el Atlas nevado, sobre todo en los meses de invierno. Marrakush , en árabe, es la ciudad que da nombre al país, Marruecos o Al-Maghrib , la puesta de sol, el rojo sangre que te salpica las neuronas, el ocre que te colorea la piel y te trastoca los sentimientos hasta hacerte brotar la afectividad y la ternura.

En estos últimos años se nota que la ciudad se ha convertido en un hormiguero de turistas que provienen de diferentes países de Europa, incluso de América, además de los muchos marroquíes que prefieren pasar sus vacaciones de invierno o primavera en esta ciudad, porque en verano supera los cuarenta grados de temperatura. No es sólo la belleza de la ciudad la que atrae a los visitantes, sino su vida animada, sus gentes hospitalarias y abiertas.

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Paul Bowles, apasionado de la cultura marroquí, llegó a escribir que sin la plaza de Jemaa-el-Fna, Marrakech no sería más que una ciudad como las demás. Puede que esto siga siendo cierto, porque la ciudad roja merece la pena ser visitada aunque sólo sea por su plaza, centro neurálgico de La Medina. Sin embargo, Marrakech no se agota en esta plaza, ni siquiera en la vieja ciudad o medina. Marrakech es una ciudad dividida fundamentalmente en dos barrios: la ciudad amurallada o Medina y la ciudad nueva, Guéliz, que está construida fuera de las murallas y se extiende a lo largo de la avenida Mohammed V, desde la Kutubia hasta una pequeña montaña seca a las afueras de la ciudad nueva.

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El minarete de la Kutubia recuerda a la Giralda de Sevilla. No en vano sirvió de modelo para la construcción del símbolo hispalense. Asimismo, la Kutubia o Koutoubia sirve como punto de orientación al despistado visitante, viajero o turista. En Guéliz se encuentran algunos de los grandes hoteles y cafeterías. Entre los hoteles cabe destacar el Sofitel Marrakech, y dentro de la medina está La Mamounia, hotel exótico, tal vez uno de los más lujosos de África, donde Churchill pasó parte de sus últimos años, y donde otros, como Orson Welles y Rita Hayworth, también estuvieron alojados. Aunque sólo sea por curiosidad, debido a su prestigio, merece una visita.

En cuanto a las cafeterías, la mayoría mantienen una estética parisina. Me parecen excelentes el Grand Café de l'Atlas, el salón de thé d'Orsay o el salón de thé Boule de Neige, sobre todo este último, donde se toman unos helados deliciosos y el café es excelente, lo que no resulta frecuente en esta ciudad, puesto que los marrakchíes, al igual que el resto de marroquíes, prefieren el té a la menta. En realidad, el barrio de Guéliz está construido al estilo francés, lo cual puede llegar a sorprender al viajero o turista que crea que ésta es sólo una ciudad árabe.

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La plaza de Djemaâ-el-Fna, que es el centro de la medina de Marrakech, se transforma cada día y cada noche en un gran teatro al aire libre, un lugar de encuentros, un espectáculo circense que te invita a participar. En esta plaza uno siempre acaba encontrando su sitio. Gracias a Juan Goytisolo, quien le dedica un capítulo extraordinario en su libro Makbara, esta plaza fue declarada patrimonio oral e inmaterial de la Humanidad por la Unesco en el 2001. Todo tiene cabida en la plaza Es poco probable que exista una similar en algún otro sitio del mundo. La plaza es en sí misma un espacio abierto en todos los sentidos del término, donde tienen cabida seres de toda raza y condición, artistas y viajeros, un espacio donde las clases y jerarquías sociales se diluyen, como nos enseñó Goytisolo.

En la Jemaa entras en un mundo mágico que te devuelve a tu infancia de cuentacuentos al calor de una lámpara de petróleo. Vives una historia de Las mil y una noches. Uno puede quedarse absorto contemplando el caos sagrado de la animación: vendedores de cigarrillos que no dejan de sonar sus monedas como llamada de atención; puestos de zumo natural, zumos sabrosos y baratos, a tres dirhams el zumo, y si tomas dos, el vendedor te invita al tercero; vendedores de plantas medicinales, pócimas, sueños, dátiles, higos, nueces, avellanas, uvas pasas y almendras; moscas y abejas en danza perpetua en torno a los dátiles; viejos y ciegos sentados en espera de que Alá o algún turista les obsequie unas monedas; aguadores ataviados con sus trajes y sombreros coloridos, dispuestos a tocarte la campanilla y ofrecerte un vaso de agua a cambio de unos dirhams; puestos de caracoles, multitud de improvisados restaurantes al aire libre.

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Cuando cae la tarde los restaurantes alumbran sus bombillas y encienden las parrillas para que la gente que se acerca a la plaza pueda degustar su gastronomía. Hay tipos, habilidosos y políglotas, que te abordan para que te acerques a su puesto y te acomodes en un banco que compartes con otros comensales, de modo que puedas entablar charla con ellos. La competencia entre los puestos de comida está servida, y cada restaurante tiene su número marcado, porque todos son muy similares.

Por la plaza circulan día y noche bicicletas, burros cargados hasta los topes, carros tirados por personas, petits taxis y autobuses Alsa a unos pocos metros. Siempre hay espacio para los encantadores de serpientes, que se acercan para colgarte el reptil al cuello, y de paso hagas la foto... «foto, foto, madame, monsieur, s'il vous plaît», las cobras levantan su cabeza como en una danza macabra. Algunas serpientes están aletargadas. Siempre hay turistas dispuestos a dejarse colgar una culebra al cuello. Si quieres que los encantadores posen para la foto, tendrás que darles unas monedas. Es la cortesía: dar monedas a cada uno de los espectáculos, por lo que conviene llevar el bolsillo repleto de dirhams. También te encuentras con monos y adiestradores, cuya labor consiste en subirte el mono al hombro cuando menos te lo esperas, mujeres  que intentan tatuarte una rosa del desierto en la palma de la mano o un escorpión en el brazo, son las mujeres veladas de la henna, titiriteros y payasetes, faquires, tocadores de ilusiones en forma de tambores, panderetas, rabeles, banjos, recitadores del Corán, contadores de historias, algunos muy mañosos, con gran poder de convencimiento, mini-golfs e improvisadas tómbolas: a ver quién es capaz de agarrar una botella de coca-cola o fanta con una caña de pescar, cuyo anzuelo es un aro, que debes introducir en la punta de la botella, repartidores de cartas deambulando, grupos de gnaouas, descendientes de esclavos negros de Guinea y Sudán,  que bailan como poseídos, mientras otros aporrean sin descanso los tambores.

Desde la terraza del Café de France uno tiene panorámicas de la plaza Jemaa, las azoteas de las casas y el Atlas, que en invierno semeja a los Alpes. Como he descrito más arriba, un espectáculo único e irrepetible.

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  • Es aconsejable hospedarse en riads, alojamientos típicos marroquíes.

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